Don Antonio y el mar.

    Yo había decidido evidenciar mi diferencia con ellos, y hacerme el interesante; pero me molestaba el sol, el ruido y, un poquito, la vida.
    «Debe ser importantísimo eso que llevas dentro».
    Don Antonio se había sentado en mi toalla y me había dicho eso, y fue como si sus palabras apagasen el griterío y los chapoteos de mis compañeros.
    No supe qué decir. Bajé mi mirada y allí solo había palabras desordenadas.
  —¿Sabe qué? -dijo, sonriéndome-. Tal vez usted podría aprender algo del mar. 
    —¿Cómo dice?
   —Mire, échele un vistazo. —entonces apuntó con su barbilla al horizonte—. ¿Lo ve? Se derrama en cada ola sin dejar de ser.
   Sentí unas palmaditas en la espalda y le vi irse: un anciano pálido, con un bañador amarillo gigante, trotando en dirección al agua al grito de «¡A bañarse!».




 

   ¡Perdonad el espacio en blanco! ¡Me distraje recordando lo que vino luego! 

    Muchas veces vuelvo allí. He guardado sus palabras y la imagen de su sonrisa infantil, y las uso cuando así lo requiere la vida. Han sido un regalo que no quiero desenvolver del todo, por miedo a que desaparezca.  

    Por la misma razón, tampoco quiero terminar del todo este relato, no sea que se quede atrapado aquí mi querido profesor

 

 


     


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