La admiración de los genios.
—Deberíamos
quemar el Louvre. —sentenció, con un golpe en la mesa, André Bretón. Los
demás se carcajearon y Luis se acercó a su lado con dos copas de absenta.
—Vale,
pero si lo hacemos vestidos de monjas. —propuso Buñuel, a la vez que le
acercaba una de las copas a André—. Y alguien debería representar nuestro movimiento
para cuando nos encarcelen. —miró a todos—. ¿Alguna idea?
Las
carcajadas fueron reduciéndose en intensidad, poco a poco, y sobre las mejillas
coloradas de aquellos muchachos hubo un baile de miradas. Magritte miró a Dalí,
que miró a Ernst. Max miró a Luis Buñuel, que estaba abrazando a Bretón, con su
mentón por encima de su coronilla. André seguía intercalando suavemente risas
con tragos.
—Compañeros,
es obvio —habló Magritte—. Creo que todos sabemos quién representa mejor que
nadie este movimiento.
Asentían
todos mirando a René. Incluso Bretón dejó de reír para adelantarse un paso y
levantar la copa en alto. Luis imitó aquel gesto. Los demás agarraron sus
copas, y también se irguieron.
—Escuchadme
bien —dijo André con un semblante solemne. Todos le miraron erguidos, tiesos, con
un leve balanceo; cómo extraños espantapájaros orgullosos—, habremos conseguido
algo si, al menos, la recuerdan a ella.
Todos
asintieron, se emocionaron, se emborracharon de orgullo, lloraron flores y
saltaron charcos de cielo en aquel instante eterno, en aquel humilde rincón
infinito. Los viandantes que pasaban en ese momento por cerca del Flore
de Paris recordaron el resto de su vida aquellos vítores, aquellos gritos de
unos genios borrachos que decían:
«¡Por
Maruxa Mallo!»
Texto de Fran Figueiral para el concurso literario #HistoriasDePioneras de Zenda e Iberdrola..
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